martes, 14 de octubre de 2008

TLATELOLCO EN LA MEMORIA

Juan Cristóbal León Campos

Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca […]
Recuerdo, recordamos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.
Memorial de Tlatelolco. Rosario Castellanos.

Nuestra historia nacional está plagada de grandes acontecimientos, de nombres que hacen rebosar los almanaques históricos con natalicios y efemérides útiles a la demagogia del poder.Esta historia oficial nos es enseñada en las aulas (de todos los niveles educativos) mediante los programas educativos del momento, y se difunde a través de los medios de comunicación masiva (televisión, prensa, radio, internet...) con objeto de formarnos un pensamiento homogéneo, acorde a lo bien visto por el poder, para asegurar el control establecido por la clase gobernante.Sin embargo, y muy al contrario de lo que se nos enseña, existen también acontecimientos y nombres ocultos por los discursos oficiales, excluidos de los almanaques históricos y los libros de texto, arrojados al olvido de la desmemoria.Esta es la historia real de nuestra nación, que tiene innumerables páginas arrancadas, borradas o jamás impresas.

Una de las más trascendentes fue escrita el año de 1968, cuando miles de estudiantes de diversas universidades, preparatorias y hasta secundarias, junto con obreros y campesinos que los apoyaban, hicieron oír su voz al resto de la población del país y gran parte del mundo.Exigieron respeto a la autonomía de las instituciones educativas, reformas sustanciales en los planes de estudio, mejoras a las instalaciones, mayores recursos de los gobiernos para la instrucción pública.Esa voz que se escuchó por vez primera en la capital y se extendió por varias de las ciudades más importantes del país, se convirtió rápidamente en un grito popular por la democracia, por la libertad plena, por la igualdad entre hombres y mujeres, convirtiéndose así en un reclamo de todos y para el bienestar de todos.

El año de 1968 es uno de los más importantes en la historia contemporánea.La lucha popular que emerge de su seno comienza meses antes en Francia y Checoslovaquia, cuando sintieron la trascendencia del 68 y de sus demandas universales.Estos países registraron movilizaciones que denunciaron, combatieron y pretendieron transformar sus respectivas realidades sociales desde las bases en que éstas se sustentaban.Los movimientos sociales surgidos combatieron la burocratización parasitaria, la demagogia, la desigualdad y la falta de democracia.Particularmente, en el caso de Checoslovaquia, el pueblo se enfrentó además a la falacia del “Bloque Socialista”, que en el discurso enarbolaba la consigna, pero en la práctica estaba muy lejos del verdadero socialismo, y por tanto no lo representaba, a pesar de que aún hoy las burguesías capitalistas afirmen que sí, con el claro fin de desprestigiar el proyecto emancipador.

En estos países se había vivido lo que México viviría desde el mes de julio, cuando la juventud comenzó a luchar por la construcción de un mejor país.Conforme avanzaban las semanas, más y más estudiantes se sumaban a la lucha, más y más trabajadores y campesinos caminaban al lado de los jóvenes, conscientes de la necesidad de transformar las raíces de nuestra patria.La conciencia fue extendiéndose entre cada una de las clases y los sectores que componen el México de abajo, la conciencia fue construyéndose paso a paso como una unidad indisoluble, indestructible; pues estaba basada en las necesidades populares, en las contradicciones del capitalismo, en la conciencia social de la transformación.

Ante esta unidad popular, ante esta dignidad extendida, tal y como lo demuestra la historia, el gobierno autoritario y déspota tuvo como respuesta el lenguaje de las balas, de las tanquetas, del gas lacrimógeno, de la represión y de la muerte.La tarde del 2 de octubre de 1968, conforme a lo planeado por los integrantes del movimiento estudiantil-popular, se realizaba un mitin en Tlatelolco con el fin de informar los avances en la lucha política y democrática.Daba la apariencia de ser un día como cualquier otro en la tan necesaria lucha.Sin embargo, el poder había decido marcar para siempre la Plaza de las Tres Culturas y las vidas de toda una generación.Había decidido que la noche de Tlatelolco no se olvidara jamás.

Eran alrededor de las seis y cuarto de la tarde, la plaza rebosaba de gente, los vecinos observaban el mitin por las ventanas de sus departamentos y casas.Todos escuchaban con atención al orador (el único de los tres programados) cuando de pronto unas luces de bengala iluminaron el cielo; eran la señal.No pasaron más de diez segundos cuando la plaza se vio surcada por miles de balas que se dirigían a los asistentes.Policías y militares rabiosos golpeaban, arrestaban y asesinaban a su propio pueblo, mientras los hombres del guante blanco, encubiertos del batallón Olimpia, dirigían las acciones y apresaban a los dirigentes en el edificio Chihuahua.Cuando la noche cayó la plaza estaba bañada en sangre, las cárceles repletas de presos políticos, cientos, miles, incontables.Muchos cuerpos fueron arrojados en zonas inhóspitas en donde jamás serían encontrados, muchos presos no fueron registrados para no llenar los cuadernos de la evidencia, muchos otros jamás llegaron a las cárceles, los desaparecieron, los borraron, los ocultaron en medio del silencio convertido en verdad oficial.A cuarenta años de distancia, todavía sus familias mantienen la esperanza de volver a verlos con vida.

Al día siguiente no hubo grandes encabezados en la prensa, no hubo imágenes en la televisión, no hubo noticias en la radio, son en realidad muy pocos pero muy honrosos los ejemplos de medios de comunicación (la Revista Independiente Por Qué? uno de los principales) que mencionaron los trágicos sucesos.Parecía que no había pasado nada.Era el silencio de lo que se dice correcto, de lo que se dice necesario, era una inyección letal de desmemoria, de exclusión de los almanaques y libros de historia pagados por los burgueses, por los asesinos explotadores.Lo que sí estaba en cartelera eran las próximas Olimpiadas que se celebrarían en la capital.

Pero ante esa pretendida desmemoria, frente a esa exclusión oficial, está siempre la conciencia popular, que de voz en voz, de persona a persona, transmite la verdad, recuerda a los caídos y mantiene la exigencia de justicia, esa misma que enarbolan los familiares que siguen esperando reunirse con sus desaparecidos, que conduce a las madres que perdieron a sus hijos, exigencia que guía los pasos que retumban en lo más profundo del corazón de nuestra patria año con año, cuando las calles de México reciben a los manifestantes que gritan: ¡DOS DE OCTUBRE NO SE OLVIDA!

El desenlace de Tlatelolco no fue “un hecho aislado”, como se pretendió hacer creer.Eso quedó claro el 10 de junio de 1971, cuando fueron nuevamente masacrados estudiantes universitarios y politécnicos en la ciudad de México, esta vez a manos de los halcones, paramilitares confabulados con las “fuerzas del orden”.Tal y como ha sucedido en Acteal, Aguas Blancas, Atenco y Oaxaca, por citar sólo algunos ejemplos.Esto demostró el común denominador de la reacción del estado ante cualquier tipo de conflicto social que estalla en el país.El signo de la violencia gubernamental quedó grabado hasta en el más recóndito lugar de la Plaza de las Tres Culturas.La naturaleza del poder quedó en evidencia, dibujada con todos sus matices, inocultable.

A pesar de todos los intentos por ocultar la verdad, por sepultarla en el olvido, por negar lo acontecido en Tlatelolco, la memoria histórica del pueblo mexicano persiste y se reproduce, para que las nuevas generaciones podamos conocer la verdad, para que a cuarenta años de distancia comprendamos la necesidad de exigir justicia, de reconocer el valor de todo aquel que levanta la voz para demandar una vida digna.Porque la matanza de Tlatelolco no es una efeméride que debamos recordar derramando demagogia y cinismo.Ha sido y es uno de los ejemplos más grandes de la lucha que debemos desarrollar para realizar la tan urgente transformación de raíz que nuestro país necesita, a fin de terminar para siempre con la injusticia y la desigualdad que sustentan a la falsa democracia en que vivimos.
Tomado de la Revista Archipiélago, Núm 61, 2008

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